Me llené de emoción aquella mañana del 15 de enero, justo el día en el que nuestro sindicato cumplía 100 años, llegaba a mis manos una carta: se trataba de la invitación oficial del Vaticano para tener una audiencia privada con el Papa Francisco. Recuerdo que en los meses previos cuando aún estábamos gestionándola, nunca dimensioné la magnitud de lo que iba a suceder. Decidimos mantenerla en secreto hasta último momento. No queríamos que nada pudiera frustrar ese encuentro
La mañana del viernes 7 de febrero aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Roma-Fiumicino. Mi mente se llenaba de recuerdos de los últimos días: Los regalos para él que había guardado en mi valija antes de partir, el miedo que tenía de que el vuelo pudiera retrasarse. Nuestra secretaria adjunta, Mercedes Cabezas, había volado dos días antes. Yo me di cuenta que había viajado con el tiempo justo.
Que el Papa Francisco, ese gran líder mundial, haya decidido encontrarse con nosotros, con ATE, con los estatales, con uno de los sectores más atacados y que mayormente decidió confrontar con el gobierno, rápidamente comprendí que era todo un posicionamiento político. Nos tendía la mano, nos daba un escudo protector.
La audiencia estaba prevista para el 8 de febrero a las 8 de la mañana. La noche previa me costó conciliar el sueño. Me invadían la ansiedad y los nervios. Creo que pude dormirme recién a la madrugada. A esa altura ya era consciente del impacto que tendría la noticia si finalmente el encuentro se concretaba.
Llegamos a la residencia de Santa Marta casi una hora antes de la cita, fuimos guiados hasta una suerte de sala de espera a la que fueron llegando invitados que participarían de otras audiencias.
Al lado nuestro, tres monjitas mexicanas, ancianas. Nos contaron que ya estaban jubiladas y que habían vivido 12 años en el Vaticano sirviendo a las órdenes de un cardenal mexicano, Javier Lozano Barragán, muy amigo del Papa. Nos contaron que la noche previa a que Francisco sea ungido Papa, cenaron en el departamento del mexicano cinco cardenales.
Cuando terminan la comida, dos de esos cardenales que seguramente en ese momento todavía estaban en búsqueda de consensos, se fueron a conversar al balcón. Otros dos lo hicieron en otra habitación, y cuando en ese momento Bergoglio quedó solo, recostado sobre el marco de una puerta, una de ellas, la más intrépida, la que había cocinado, le dijo: “Espero que mañana, cuando sea ungido como Papa, nos invite a cenar”.
Cuentan que les respondió con una sonrisa. A los 15 días, sonó el teléfono de aquel departamento. Cuando atendieron se escuchó una voz: “Soy Francisco, ¿cómo están esta noche para venir a cenar?”.
Luego de esa anécdota, aproveché a preguntarles cómo se saluda a un Papa y en esos instantes previos recibimos una clase acelerada de protocolo. “Usted tiene que darle la mano y sólo hincarse un poquito”, me dijeron.
Nos recibió el edecán, el mismo que nos vino a buscar para decirnos que debíamos acercarnos a una sala contigua porque ya nos tocaba a nosotros. Recuerdo que la puerta de la sala en la que se estaba brindando la audiencia anterior estaba abierta y allí, desde lejos lo vi por primera vez. Su figura rápidamente me impactó.
Me esforzaba por recordar el análisis político que en detalle había estudiado para ofrecerle en una exposición de entre 3 y 5 minutos, en la creencia que la audiencia no iba a durar más que eso.
Cuando ingresamos, estaba visiblemente afectado por los síntomas de lo que nos dijo era una bronquitis. Además, nos indicó que hablemos fuerte, que estaba congestionado y le costaba escuchar, tosía y se agitaba al hablar. Ese día decidí no dar esos detalles a la prensa. Lo primero que hice fue valorar que aún en ese estado igual nos haya recibido. Nos respondió que “no hacerlo hubiese sido una descortesía”.
Comencé con mi relato de un informe negativo sobre la gestión del gobierno haciendo hincapié en el deterioro progresivo y grave de las condiciones de vida de todo el pueblo argentino. Ahí interrumpió por primera vez. Nos contó que hacía unos días había hablado por teléfono con su hermana María Elena, quien le había dicho que los costos de los medicamentos que ella necesitaba se había triplicado solo en cuestión de semanas.
Me di cuenta que este Papa, nuestro Papa, argentino, hacía política. Condenaba las guerras inadmisibles en el mundo, las persecuciones, los destierros forzados, abrió a la Iglesia al debate de las diversidades y el derecho a decidir de las mujeres. Nos recordó que él había recibido durante más de una hora al presidente Milei, que lo había escuchado exponer teorías económicas neoliberales que ya estaban en desuso en el mundo y dijo: “Yo les hablé de los pobres, pero no escuchan”.
Estaba muy interesado tanto en el oficialismo como en la oposición. Nombró a Victoria Villarruel. Me llamó mucho la atención. Recordaba incluso que había sido destratada por el Poder Ejecutivo por su reciente visita a Isabelita en España. Yo rápidamente alerté sobre la visita impulsada por esta a los genocidas en la cárcel y su legitimación de la última dictadura militar.
– “Además impulsa la baja de edad de imputabilidad”, agregamos.
– “¿Pero cómo, esa no era ‘Pepita la Pistolera’?”, respondió Francisco en clara alusión a la ministra de Seguridad.
Después quiso saber nuestra opinión sobre la oposición. Le referimos a las dificultades y las internas que estaban transitando. Sin embargo, él nos preguntó puntualmente por dos dirigentes. Yo, acostumbrado en política a no regalar nada, no se los nombraba. Él los siguió caracterizando y cuando finalmente descubrimos sus nombres, respondió: “Esos dos son los que me gustan a mí”.
Decidí en aquel momento, y más ahora, no contar de quienes se trataba. No creo que sean estos los días para hacerlo. No puede existir ninguna intencionalidad política. Tenemos que respetar el duelo como un sentir mayoritario de nuestro pueblo. Ya habrá momento para eso. Las argentinas y los argentinos tienen derecho a saber de quién nos habló en una de las últimas audiencias que brindó.
Antes de finalizar el encuentro, le hicimos entrega de algunos obsequios que de corazón habíamos preparado en nuestra ATE. Entre ellos, en mi carácter de rionegrino, una escultura del Santo Artémides Zatti, enfermero de mi provincia que había sido canonizado por él.
Cuando finalizaba la audiencia, estrechamos su mano y nos retirábamos, en la puerta me di vuelta para observarlo por última vez. Lo recuerdo contemplando la escultura de Zatti sobre sus piernas. Esa fue la última mirada, la última imagen que yo tengo de él. Al salir del Vaticano, entendí que habían sido 19 minutos que marcarían para siempre nuestras vidas, y al perdernos en alguna de esas callecitas de Roma, miré el cielo convencido de que algo grande había sucedido.
*Rodolfo Aguiar, secretario general de ATE nacional.
